Según las autoridades hay 40 víctimas confirmadas de Charles Cullen pero los expertos señalan que por su modus operandi y los registros médicos podrían ser más de 400 (John Wheeler/Getty Images)
Educado, correcto, puntual y dispuesto a trabajar duro, a Charles Cullen le resultó muy fácil conseguir empleo cuando se graduó en enfermería. Pronto se asomó al espanto del sufrimiento y descubrió que no soportaba ver a los pacientes en terapia intensiva. Lo peor era cuando se disparaba el “código azul” de emergencia que significaba que estaban sufriendo un paro cardíaco o respiratorio. La situación le resultaba intolerable y sentía que, en esas salas, las personas eran deshumanizadas.
De voz suave, ojos grises y aspecto tristón e inofensivo, Charles parecía una persona empática ante esas terribles circunstancias. Tanto que se le ocurrió una “terapia” más radical para terminar con los padecimientos ajenos: administrarles la muerte.
Y así lo hizo durante 16 larguísimos años, entre 1988 y 2003. El tierno enfermero, bajo la ceguera de sus compañeros y el nulo control de las autoridades, aplicó su “método final” e inyectó dosis letales de drogas a unos 400 pacientes. Muchos de los cuales estaban en franca recuperación de sus dolencias. Cullen saltó de hospital en hospital, pasó por nueve instituciones, sin que aquellos que lo contrataron tuvieran el más mínimo cuidado de revisar su ficha para ver a quién estaban introduciendo en las unidades críticas de salud. Una y otra vez, los vulnerables pacientes quedaron a su alcance.
Viaje al interior del caso de un temible asesino serial que pretendió mostrarse como un ser humano solidario.
Entre submarinos y terapias intensivas
Nacido el 22 de febrero de 1960, Charles Cullen fue el menor de ocho hermanos. Vivían en West Orange, Nueva Jersey, Estados Unidos, donde tuvo una infancia que él mismo calificó como miserable.
Su padre Edmund conducía un ómnibus de transporte escolar y su madre, Florence Ward, estaba dedicada a atender a su prolífica familia. Edmund murió con 56 años, la familia quedó al garete y Charles comenzó a hundirse.
En casa era maltratado por los novios de sus hermanas mayores y, en el colegio, sufría bullying por parte de sus compañeros. La primaria fue un infierno para él. Eso habría hecho que a los 9 años tuviera el primero de sus veinte intentos fracasados de suicidio: tomó unas sustancias químicas.
Cuando estaba en el último año del secundario su madre falleció en un accidente de auto donde manejaba su hermana. Quedó devastado y, encima, tuvo que luchar para que el hospital le entregara el cadáver de Florence para poder enterrarlo. Luego de esta experiencia traumática, dejó el colegio. En 1978 se alistó en la armada norteamericana. Fue asignado a las tripulaciones de submarinos que cargaban misiles. Para llegar a esto, primero, sorteó con éxito el entrenamiento y los exámenes psicológicos y, luego, terminó por unirse al equipo con quienes pasaría meses sumergido. Con el paso de los meses su inestabilidad mental afloró. Eran detalles notorios. El colmo fue cuando, luego de un año de servicio, un oficial lo encontró sentado en la sala de control de los misiles con una máscara quirúrgica, guantes de látex y un delantal médico. Tomaron la decisión de transferirlo a otro puesto de trabajo y recaló en una nave de carga. La mente de Charles siguió dando que hablar. Luego de varios intentos de suicidio, en marzo de 1984, fue dado de baja por sus problemas psíquicos.
Charles se anotó entonces en la Escuela de Enfermería de Mountainside, en Montclair, Nueva Jersey. Sería enfermero. Alguien que no quería vivir iba a ocuparse de la vida de otros. Ironías del destino.
Se graduó en 1986 y, un año después, consiguió su primer empleo en la unidad de quemados del Centro Médico St. Barnabas, en Livingston, Nueva Jersey.
El monstruo se estaba gestando, pero nadie tuvo demasiada agudeza visual para notarlo.
Carrera mortal
Poco después de empezar a trabajar, Charles Cullen conoció a Adrienne Taub. Se pusieron de novios y enseguida se casaron. La primera de sus dos hijas, Shauna, nació antes de que la pareja cumpliera un año de relación. Adrienne no demoró en ver cosas de Charles que no le gustaban. Se comportaba de manera cruel con las mascotas familiares y eso la perturbaba.
El enfermero amable y cumplidor, el excelente padre de familia, el buen esposo… resultaba una buena fachada. Durante muchísimos años nadie lo supo, pero fue en ese momento que Charles comenzó su carrera asesina.
Su primer crimen está registrado ocurrió el 11 de junio de 1988. Ese día Charles Cullen le dio una dosis letal a un paciente: el juez John Yengo (72), quien había sido ingresado por una reacción alérgica. Siguió con otro que tenía VIH: le administró una sobredosis de insulina. Las muertes inexplicables aumentaban. Charles había terminado ya con la vida de unas once personas cuando, en enero de 1992, se inició una investigación formal en el Centro Médico St. Barnabas. Charles eligió dejar el trabajo para evitar ser investigado y todo quedó en la nada.
Un mes después comenzó a trabajar en el Hospital Warren, en Phillipsburg. Las nuevas víctimas no tardaron en aparecer. Las tres primeras fueron mujeres ancianas a las que les aplicó sobredosis de una droga para el corazón. Una de ellas, una paciente oncológica de 91 años, llegó a decir antes de morir que había visto a “un enfermero furtivo” inyectarle algo mientras ella estaba medio dormida y aseguró que no era su enfermero previamente asignado. Lamentablemente, en ese primer momento, ni sus familiares ni el resto del plantel médico le creyeron. Pensaron que su edad le estaba jugando una mala pasada. Murió al día siguiente.
El Hospital Warren resolvió someter a varios enfermeros, entre ellos a Charles Cullen, a un detector de mentiras. Charles, inmutable, sorteó el test con éxito. Se sentía un héroe en su trabajo donde depositaba gran parte de sus tendencias narcisistas.
Un año después, su mujer Adrienne fue a la justicia para solicitar el divorcio. Alegó que Charles ejercía violencia doméstica. Dijo que era alcohólico y que sometía a los animales metiéndolos en bolsas de bowling y tachos de basura. También relató algo estremecedor: Charles solía tirar líquido de encendedor en las bebidas de otras personas. De hecho, de esa manera había querido envenenar al hermano de Adrienne. Pero la información que vomitó su mujer quedó abandonada en un legajo policial.
Se divorciaron, Charles se mudó a un pequeño departamento en el sótano de un edificio en Phillipsburg y ellos quedaron con una custodia compartida de sus hijas. Etapa terminada.
Acoso, suicidio y más muertes
A principios del año 1993 Charle Cullen hizo algo extraño: entró en la casa de una compañera de trabajo mientras ella y su hijo dormían. Se fue sin despertarlos, pero luego comenzó a acosarla por teléfono y a dejarle decenas de mensajes. La mujer lo denunció. Charles reconoció todo y fue arrestado. Por esto, le dieron un año de cárcel, pero en libertad bajo palabra.
Un día después de esa sentencia intentó, otra vez, quitarse la vida. Diagnosticado con depresión fue enviado a un psiquiátrico durante dos meses. Ese mismo año trató dos veces más suicidarse. Tan hábil para lograr la muerte con los demás, resultaba inútil con su propio deseo. Quizá fuera que no quería morir realmente.
Por lo ocurrido tuvo que dejar el Hospital Warren, pero consiguió otro empleo en el Centro Médico Hunter, en Rarity Township, en el área de terapia intensiva y unidad coronaria. En los primeros 24 meses, según sus declaraciones posteriores, no habría cometido ningún homicidio. Pero lo cierto es que los registros médicos de esa época, para cuando él confesó y fue arrestado, ya habían sido destruidos. ¿Es cierto que su afán por asesinar se había detenido? Nadie lo sabe con certeza.
En 1996 Charles retomó su perversa carrera. En los primeros nueve meses terminó con la vida de cinco pacientes suministrando sobredosis de digoxina, una droga que se utiliza para la insuficiencia cardíaca y otros trastornos del corazón.
En 1997 trabajó por unos meses en el Morristown Memorial Hospital de donde fue despedido por su mal desempeño.
Al quedarse sin trabajo dejó de pasarle dinero a su ex y se deprimió lo suficiente como para ser ingresado en el Hospital Warren. El tratamiento no dio resultados porque cuando volvió a su departamento los vecinos se alarmaron con su conducta. Charles Cullen corría a gatos por la calle en medio de la noche, gritaba incoherencias y hablaba solo.
Increible, pero real, en 1998, volvió a conseguir empleo: fue contratado por el Centro de Enfermería y Rehabilitación Liberty, en Allentown, Pensilvania. Tenía que cuidar de pacientes críticos que estaban con respiración asistida.
En mayo de ese año Cullen se declaró en bancarrota: tenía deudas, imposibles de pagar, por más de 67 mil dólares. En octubre fue despedido del Liberty porque lo vieron entrar a una habitación con jeringas en sus manos. No pudo inyectarle la droga y el paciente terminó con el brazo roto. Se había salvado. En el legajo de Charles Cullen se acumulaban hechos que deberían haber suscitado la atención de sus jefes, pero nadie unía lo que iban descubriendo con los acontecimientos anteriores.
La fácil tarea de cambiar de trabajo
En noviembre fue contratado por el Hospital Easton, en Pensilvania, donde el 30 de diciembre asesinó con drogas a un hombre internado. La autopsia reveló altos niveles de digoxina en sangre, pero no pudo probarse que fuera él quien se la había suministrado. De todas formas, debió dejar el lugar.
Eso no era un problema, la falta de enfermeros en los hospitales le hacía demasiado fácil la búsqueda de empleo y el sistema no estaba preparado para detectar sus antecedentes o sus problemas mentales. Además, las instituciones no querían cargar con mala fama así que, ante los problemas que aparecían, la solución más fácil era liberarse de quien los ocasionaba para seguir adelante. Charles tenía piedra libre.
Consiguió un nuevo trabajo en la unidad de quemados del Hospital Lehigh Valley donde habría asesinado a un paciente e intentado matar a otro.
Poco después, en abril de 1999, renunció para trasladarse al Hospital San Lucas. Aquí, durante los siguientes tres años, asesinó a cinco personas internadas e intentó hacer lo mismo con dos más.
En enero del 2000, Charles trató de matarse con monóxido de carbono, pero terminó generando tanto humo que alertó a sus vecinos quienes lo salvaron. Otra vez, el asesino de esta distopía, había sido rescatado. Lo internaron en una unidad psiquiátrica… ¡por un día! Fue dado de alta y continuó matando.
Un día de esos, un compañero de trabajo encontró en un tacho de basura unos viales con drogas. Le pareció extraño y lo reportó. Se consideró que Charles había sido el responsable. En junio de 2002, Charles llegó a un acuerdo con las autoridades del centro: él renunciaba y ellos lo recomendarían para otro sitio.
Charles Cullen tenía la suerte de que nadie escarbaba en su pasado. Los puntos oscuros seguían ahí, uno al lado del otro, sin que nadie los hilvanara.
La única héroe: Amy
En septiembre del 2002 entró a trabajar en cuidados intensivos en el Centro Médico Somerset. Estaba otra vez severamente deprimido. En este lugar atacó ocho veces. Su novena víctima, Philip Gregor, sobrevivió.
La cantidad de casos de sobredosis fue detectada por el sistema de salud que a su vez llamó a las autoridades del hospital. Pero nada se hizo en forma inmediata. El hospital optó por hacer la vista gorda. Unos cinco pacientes más perdieron la vida en sus manos con drogas como digoxina, insulina y epinefrina. La locura y la maldad escalaban cuando un nuevo caso de sobredosis hizo que el hospital fuera penalizado y que, finalmente, dejara la desidia y empezara a tomarse en serio el tema.
Apenas los investigadores rascaron la superficie, el pasado nefasto de Charles Cullen salió a flote. Al mismo tiempo, el Centro Médico Somerset soltó esa brasa ardiente y el 31 de octubre de 2003 despidió a Charles Cullen por una tontería: haber mentido en su ficha de trabajo.
En este punto estaban cuando, los detectives Dan Baldwin y Timothy Braun que ya estaban sobre sus pasos, decidieron pedirle ayuda a una compañera y amiga de trabajo de Charles Cullen: Amy Loughren.
La enfermera les dijo estar convencida de que él era un excelente enfermero. Pero los detectives tenían algo para mostrarle: una página impresa con todas las drogas que había solicitado y retirado. Quedó estupefacta.
“Apenas lo vi me di cuenta de que él estaba asesinando gente. Quedé devastada. Había tantos retiros de medicaciones letales. Me sentí traicionada por mi propia intuición, no lo vi…”, le reveló al programa 60 Minutos.
Amy se dispuso a ayudar a la policía y se convirtió en la verdadera heroína de esta historia. A pedido de ellos se pasó semanas grabando sus conversaciones telefónicas con Charles y analizando el historial de fichas de los pacientes fallecidos. Descubrió algo importantísimo: Charles Cullen entraba a registros de personas que no estaban a cargo suyo y retiraba drogas que no estaban indicadas. Tomó la ficha médica del reverendo Florian Gall, quien había muerto inesperadamente mientras se recuperaba de una neumonía. Según su ficha había tenido un paro cardíaco a las 9.32 la mañana del 28 de junio y había muerto 45 minutos después. Gall no había sido paciente de Charles Cullen, pero el sistema delató que él había entrado a su ficha dos veces: a las 6.28 y a las 6.29. Eso había sido solo tres horas antes de que su corazón se detuviera. La autopsia demostró que tenía altísimos niveles de digoxina.
Amy vio lo que nadie había querido ver. Los registros estudiados demostraron que las entradas de Charles a las fichas de los pacientes habían llegado a ser más de cien en una noche. Estaba claro que los estaba estudiando. Amy fue más lejos con su razonamiento: todos los sueros estaban alineados en la sala de enfermería para ser usados en cada paciente. ¿Y si Cullen, cuando nadie lo veía, los cambiaba y ponía en su lugar uno con un letal cóctel de drogas? De esa manera no tendría que entrar él mismo a las habitaciones, simplemente el enfermero a cargo inyectaría la muerte a su paciente. El corazón de Amy latió fuerte.
Concertó un encuentro con Charles en un restaurante. Ella fue preparada por la policía con un grabador en su cuerpo. Le dijo: “Yo sé que sos culpable, sé que lo hiciste. Y todavía estoy aquí, te llevo yo a la policía”. Según Amy, en ese instante, a él le cambió la cara. Le respondió: “Quiero caer peleando”.
Tiempo después Charles Cullen admitió en el programa 60 Minutos saber que Amy estaba grabándolo, pero que eso no había cambiado su grata opinión sobre ella: “Ella era una buena enfermera. Y lo hizo porque consideró que era lo correcto”.
Amy había hecho un excelente trabajo. El mejor en 16 años. Luego de esa reunión de Amy con Charles, él fue arrestado, pero las pruebas no eran contundentes. Los detectives necesitaban una confesión. De nuevo le pidieron ayuda a Amy Loughren, tenía que conseguir que confesara. Ella lo recuerda: “Todavía me siento mal porque lo manipulé… Le dije que los investigadores me estaban investigando a mí también. Me acuerdo que le pregunté: ‘¿Quién fue tu primera víctima? Hace mucho, hace poco…' y empezó a hablar. Dijo que había sido mucho tiempo atrás”.
Ahora sí lo tenían.
Fin de la saga mortal
El 14 de diciembre de 2003 Charles Cullen fue detenido y acusado por un asesinato y por un intento de homicidio. Era solo la punta del ovillo. En un interrogatorio que duró siete horas admitió a los detectives Dan Baldwin y Timothy Braun haber asesinado al reverendo Florian Gall y de haberlo intentado con otro paciente. Ellos le preguntaron desconcertados: “¿Quién sos?”. Él respondió: “Un hombre, una persona en quien confiaban y que causó muchas muertes. Me odio por eso porque no creo tener el derecho… pero no pude parar”.
La pesquisa siguió y, en abril de 2004, Cullen se declaró culpable en Nueva Jersey de trece homicidios y dos intentos de asesinato. Aceptó cooperar para evitar la pena de muerte por sus crímenes. En Pensilvania, se declaró culpable del asesinato de otros nueve pacientes y de tres intentos fallidos. Los homicidios seguían sumándose, la lista era enorme y confusa. No todos los casos en los que podría haber estado su mano funesta se podían probar. Su víctima más joven había sido un joven de 21 años llamado Michael Strenko. Murió cuando el enfermero le administró una super dosis de norepinefrina. Su madre Mary dice desolada que camina por la vida con un agujero enorme en su corazón.
En lugar de usar calmantes y estimulantes comunes, a los cuales su acceso estaba estrictamente regulado por los hospitales debido a su valor en las calles como droga, Charles Cullen escogió otras sustancias como la digoxina o la insulina que tenían poco uso fuera de un hospital. El pedido de estas drogas llamaría menos la atención. Había sido inteligente y hábil durante demasiado tiempo.
Condena eterna
El 2 de marzo de 2006, Cullen fue sentenciado a once cadenas perpetuas consecutivas en Nueva Jersey. Por las dudas, la policía le había puesto al acusado un chaleco antibalas. Los familiares de las víctimas le gritaron monstruo y basura en la cara. Muchos de ellos dijeron sufrir secuelas por lo ocurrido y que nunca más habían podido sentirse seguros al asistir a un hospital.
El 10 de marzo de 2006, Cullen estaba en la corte para escuchar la sentencia en otro juicio ante el juez William H. Platt. Cullen lo enfrentó y le dijo que debía renunciar al caso porque había hecho comentarios poco éticos a la prensa. El juez le denegó la petición y Cullen estalló repitiendo, sin parar, la frase “su señoría, tiene que retirarse”. Los oficiales que custodiaban al acusado debieron amordazarlo para poder continuar con el proceso. En esta audiencia, Platt lo condenó a otras seis cadenas perpetuas.
Después del caso Cullen, las autoridades de salud de 37 estados de los Estados Unidos, adoptaron nuevas legislaciones para intentar mejorar el control sobre los trabajadores de la salud. En 2004 se incrementó la responsabilidad de los hospitales al reportar “eventos adversos serios prevenibles”. Y, en 2005, se requirió que los hospitales tuvieran que comunicar ciertos detalles acerca de sus empleados a la División de Asuntos del Consumidor de Nueva Jersey. También se dispuso que las quejas y los historiales disciplinarios, que tuvieran relación con el cuidado de los pacientes, fueran archivados durante muchos años. No podrían tirarse en un corto plazo. Algo es algo.
En los juicios pudo probarse la intervención de Charles Cullen solamente en 29 muertes. Hay sospechas firmes sobre otras 16 muertes. Sin embargo, en distintas entrevistas con la policía, psiquiatras y periodistas, Charles dejó entrever que podría haber asesinado a muchísimas personas más, pero sostuvo que simplemente no recordaba sus nombres. Los cálculos más pesimistas hacen estimar que podría ser responsable de unas 400 muertes. De ser cierto, sería el asesino en serie más prolífico de la historia.
El género del true crime no pudo dejar de lado la impactante historia y fue Netflix quien llevó a cabo la tarea. La película sobre el caso, The good nurse, se podrá ver en la plataforma desde el 26 de octubre con el título en español El Ángel de la muerte. Los actores son dos ganadores de Oscars: Eddie Redmayne y Jessica Chastain. El filme se basó en el libro El ángel de la muerte (publicado en 2013) de Charles Charles Graeber, uno de los pocos periodistas que pudo entrevistar al asesino en prisión.
Con 17 cadenas perpetuas, Charles Cullen no volverá a vivir jamás en libertad. Los pacientes, agradecidos. Porque el mismísimo Charles reconoció que, de no haber sido encarcelado, jamás se hubiera detenido.
Fuente: Infobae
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