Opinión: La caída libre del criterio




 

Por. Tony Raful

Tengo la noción de que somos seres en evolución, conozco los ciclos humanos del desarrollo social y las distintas estaciones de la historia, en algunas de las cuales suelo regodearme. No ignoro los saltos gigantescos en el desarrollo económico, las categorías multiformes y diferenciadas de las culturas que matizan y rigen creencias, comportamientos. Estoy al tanto de los saltos tecnológicos, las innovaciones, el universo de las ciencias y las gradaciones estratificadas de la física cuántica. Dentro de la semiótica, valoro el uso del lenguaje en los distintos signos con los cuales se puede construir y transmitir el sentido, sin prescindir del conocimiento, como indicador de conciencia en sus diversos rangos codificados por la ciencia, reflexiono sobre el ser humano y su hondura metafísica.
 Dado el tiempo restringido de la vida humana, y la extinción de la personalidad diseñada por supuestos geográficos accidentales, culturales y experiencias humanas diversas, reflexiono y abordo las categorías patibularias de la muerte, como saldos inexorables, la “deconstrucción” absoluta de lo vivido como usanza personal sin prescindir de lo que Jacques Derrida exigía en la lengua, como cohabitación de la apariencia y la esencia, para salvar el obstáculo de no discernir en las experiencias cotidianas. Dentro de esa complejidad he pensado en la incoherencia nodal de la conducta individual y colectiva con gradaciones múltiples en las distintas nociones del tiempo vital. Aceptando por gravedad de supervivencia la evolución humana, me pregunto, más allá de las diferenciaciones culturales y geográficas, ¿cómo puede juzgarse en términos concluyentes el sentido absoluto de la responsabilidad individual en el conglomerado humano? Por lo general, el ser humano se desconecta durante 7 u 8 horas de la vida consciente. Cuando duerme no es responsable de sus sueños, fantasmas volátiles gobiernan las imágenes cerebrales, acuden en pandillas, recuerdos y experiencias donde no es posible en términos imperiosos la conexión. Los rostros y las imágenes se multiplican oníricamente, de tal manera que el ser consciente que pretende regirnos, entra en disolución temeraria, creando disturbios y mudanzas afectivas que un facultativo pretende abordar con pócimas. La conciencia primaria no distingue entre lo real y lo soñado, para la memoria del cuerpo los efectos son idénticos. Podemos vivir coherentes durante un tiempo datado del día, pero perdemos esa conexión una vez nos entregamos al dios Morfeo. La coherencia de vivir consciente está sujeta a fluctuaciones, permutas orgánicas, alteraciones fisiológicas, que resquebrajan la conciencia uniforme, y hacen impredecible el comportamiento social e individual. Lo que abordo es la imposibilidad de hacer un ajuste de cuenta con un sentido pleno de justicia, sin comprender que los seres humanos en sentido frecuente, no absoluto, son seres insuficientemente sanos, cuyo circuito cerebral está inficionado de emociones, estados de conciencia impredecibles, larvarios, que lesionan la convivencia asumida por la sabiduría. Se trata entonces de una condición no apta, renuente a la regulación, sometida a una memoria orgánica, moralmente voluble de conducta. La sociedad misma, atónita, contempla la caída vertical de la conciencia crítica, la rendición del discernimiento en todas las áreas del espectáculo, la ciencia, la cultura, el arte, la política. Impotencia orgánica y de cognición que propicia la trivialidad y la caída libre del criterio, avasallados por el mal gusto y la ausencia de arbitraje moral.

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